La conversación parece un valor indiscutible. Y los valores indiscutibles me resultan, en principio, sospechosos. Es natural que, en un siglo que se ufana de ser el más hiperconectado e hipercomunicado de la historia, una palabra como “conversación” sea tenida en alta estima. Yo, sin embargo, me pregunto cosas. Entre tantas, cómo es posible que millones de personas lanzadas a una bulimia comunicacional nunca antes vista, regurgitando a todas horas el contenido de sus pantallas táctiles, parezcan igual que siempre abroqueladas de manera férrea a sus convicciones y estén dispuestas —igual que siempre— a defenderlas a cualquier precio, incluidas bombas, persecuciones y matanzas; y me pregunto por qué lo mejor que pudimos encontrar en este siglo hipercomunicado e hiperconversatorio para definir el intento de comprender lo que nos resulta incómodo fue eso llamado “tolerancia”, un término que apenas disfraza con una pátina de corrección política el desprecio profundo que nos provocan los pareceres de otros. ¿A cuánta de toda la gente con la que hemos conversado le hemos dicho alguna vez, “Tenés razón”? ¿A diez, a cinco? Apuesto que a muchas menos.
Tanta gente tan convencida de tan diversas cosas (mi religión es mejor que la tuya, mi político es mejor que el tuyo, mi pobreza es mejor que tu riqueza, mi riqueza es mejor porque yo la pagué) hace pensar que vivimos, más que en un mundo hipercomunicado y conversacional, en un mundo en el que cada quien monologa consigo mismo sin demasiado interés por lo que dicen —o monologan— los demás.
Sea como fuere, yo nunca estuve demasiado interesada en la conversación. Confieso: hablo poco. Solía tener un lema —no sé por qué uso el verbo en pasado— que decía que, con la pareja, no hay que hablar de cosas personales. Exageraba (¿exageraba?) pero tengo para mí que, cuando un miembro de la pareja le dice al otro “tenemos que hablar”, lo que en verdad está diciendo es a) “subamos al ring”, o b) “ahora te voy a demostrar que tengo razón”. Y siempre he creído que conversar no es querer vencer.
Vivimos en un mundo en el que cada quien monologa consigo mismo sin demasiado interés por lo que monologan los demás
De todos modos, he tenido algunas conversaciones memorables en mi vida, y fueron aquellas en las que aprendí algo —del mundo o de mí— que no sabía. Algo que me resultó, incluso, tenso, incómodo, revulsivo. Como cuando aquel hombre que me llevaba décadas, para iniciar una conversación que duraría años, me preguntó “¿Siempre fuiste tan lábil”? y yo sentí dos cosas: ganas de arrancarle los ojos, y al mismo tiempo, infinita curiosidad: ¿cuánto de razón o sin razón había en esa frase; cuánto de prejuicio o arbitrariedad?
Conversar, decía, no es querer vencer. Pero tampoco es un entretenimiento de señoritos sino un arte peligroso que, si está bien hecho, duele: afecta, molesta, nos descubre cosas que no sólo no sabíamos sino que, quizás, era mejor —más fácil— ignorar. Es probable que sea por causa de mi oficio —soy periodista, vivo de hacer preguntas— pero lo que más me importa de una conversación es poder —saber, querer— escuchar. Esa es la única forma que conozco de entender por qué nos pasa lo que nos pasa, de dónde venimos los que venimos, a dónde iremos si es que vamos hacia alguna parte. Mi abuela repetía que hablando se entendía la gente. Yo sigo sin creerle. La gente se entiende cuando guarda silencio. Cuando se queda callada y empieza, dolorosamente, a escuchar.