Una vez viajé a Kazajistán, el lugar más extraño del mundo. La capital, Astaná, era una ciudad lujosa pero en construcción, levantada de la nada, poblada de edificios deslumbrantes vacíos, como cáscaras de mármol. Había dos museos enteros dedicados al presidente. Mi hotel tenía una piscina —las señales decían POOL—, pero cuando llegué a ella, se trataba de un pozo subterráneo de 4x4x4 metros. Todo a mi alrededor parecía creado por un Dios alterado, como si habitase en una película de Terry Gilliam.
Había viajado ahí para pronunciar una conferencia en la facultad de relaciones internacionales. El día de mi charla, un chófer apareció en el lobby de mi hotel llevando un cartel con mi nombre. Me dejé conducir en silencio, porque él y yo no conocíamos ninguna lengua en común. Al llegar a la universidad, me depositó frente a una escalinata y se marchó.
Y ahí estaba yo, rodeado de gente que solo hablaba ruso, o quizá kazajo, sin saber a dónde ir. Vislumbré un periódico mural y me acerqué. Quizá podría encontrar un aviso de mi conferencia con las coordenadas. Pero los carteles estaban escritos en alfabeto cirílico. El mundo se había convertido en un lugar indescifrable.
Cada palabra que pronunciamos es una botella al mar. Dialogar es apostar que se llegará a un puerto: no una cuestión de idioma, sino de voluntad
Junto a la puerta de la universidad se hallaba una caseta de seguridad. Hacia ahí me encaminé en busca de ayuda. El vigilante me recibió con un sonoro:
-¡Niet!
Era su palabra para desconocidos. La única que yo sabia. Significa “no”.
Busqué mentalmente algún término que él pudiese conocer, uno que reflejase quién era yo, y que sonase igual en todos los idiomas. Descarté “Perú” y “España”. Sin embargo, mi ciudad de residencia podía servir. Le dije:
—Barcelona.
Cambió de actitud. Me examinó con más calma. Reflexionó un poco. Respondió:
—Ronaldinho.
Yo asentí con la cabeza y reforcé nuestro diálogo:
—Messi.
Él comprendió que yo era desconocido, pero también que teníamos valores comunes, y por lo tanto, yo debía ser un buen tipo. Quizá era un invitado de la universidad, muy probablemente de la facultad de relaciones internacionales. Ató cabos, localizó a los organizadores de la conferencia y, en cinco minutos, todo estaba arreglado.
Ya no hay verdades absolutas. Solo una gran tertulia donde buscamos las palabras precisas para interactuar con la gente
Solemos pensar que, para conversar, hace falta un código común. Que solo podemos hablar con quiénes previamente son como nosotros. En realidad, es al revés: la conversación es la forja de ese código común. Cada palabra que pronunciamos es una botella al mar. Dialogar es apostar que se llegará a un puerto: no una cuestión de idioma, sino de voluntad.
El mundo de hoy se parece a la escalinata de aquella universidad kazaja: un espacio sin dogmas, cuyos ocupantes, como el conferenciante y el vigilante, revisan sus certezas y cambian sus paradigmas cada minuto. Entre Estados Unidos y Cuba, entre Europa y Grecia, incluso entre Cataluña y España, los viejos códigos son solo el punto de partida para crear nuevos lenguajes y entendernos mejor. Ya no hay verdades absolutas. Solo una gran tertulia donde buscamos las palabras precisas para interactuar con gente diferente.