Las prácticas colonialistas europeas del siglo XIX son el sustrato inicial del integrismo islámico excluyente y de su actual régimen de terror. La derrota de la Unión Soviética en la guerra de Afganistán dejó a todo un contingente de combatientes en paro técnico, los llamados ‘muyahidines’, que posteriormente se convertirían en el semillero de organizaciones terroristas como Al Qaeda, nacida en los años 90 y autor de los atentados contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, en Nueva York.
La causa remota del yihadismo es el colonialismo occidental, que se inicia con la ocupación francesa de Argelia en 1830 y sigue, tras la derrota otomana en la Gran Guerra en 1918, con la creación de los mandatos de Siria, Líbano, Irak y Palestina-Jordania. La dominación genera un sentimiento de historia fracasada en el árabe por la victoria de las potencias europeas sobre una civilización superior en lo cultural-religioso, como cree ser el Islam.
Gran Bretaña y Francia conceden independencias puramente formales a esos territorios en los años 30 y 40, con lo que comienza la fase contemporánea de esta historia. Es el tiempo de la Nakba (el desastre), como se califica la fundación de Israel en 1948, que simboliza el fracaso de una modernización que permita competir con las potencias. Un historiador árabe, Fuad Ajami, explica así el origen intelectual del terror islamista en The Arab Predicament: el régimen teocrático de Israel derrota estrepitosamente a Siria, Jordania y Egipto en la guerra de 1967, y como el Islam es la única religión verdadera, la humillación solo puede explicarse porque esos estados ya no representan al auténtico Islam. Así nace el neosalafismo, o búsqueda del Islam primigenio, único capaz de imponerse a Israel. Y como los Estados han fracasado, tendrá que ser la sociedad la que tome el relevo con el único arma a su alcance, el terrorismo. Es un fenómeno inicialmente palestino con el despojo de casi toda su tierra por la colonización judía, que se transforma, de derrota en derrota militar del mundo árabe oriental, en un fenómeno exclusivamente suní, tan enemigo de Occidente como del otro Islam, el chií, que representa Irán.
La instalación de Israel en sus conquistas de 1967, Jerusalén-Este (árabe), Cisjordania, Gaza, Sinaí y el Golán sirio, son la levadura que en los 70 alimenta un anhelo de revancha, extendido en la década siguiente a la yihad contra la URSS en Afganistán. Tras la retirada de Moscú y la victoria de los llamados talibanes, queda todo un cuerpo de guerrilla en paro técnico, los muyahidin, como masa de servicio para una organización solo dedicada al terrorismo, Al Qaeda, nacida en los 90, que alzanza su atroz mayoría de edad con el atentado de las Torres Gemelas (2001). El último avatar es la Primavera Árabe, con las revueltas de 2011 en el norte de África y Oriente Próximo, que en Siria se convierten en una despiadada guerra civil, en la que los rebeldes contra el régimen de Bachar el Assad reciben copiosa ayuda occidental.
El resto es actualidad. Se funda en 2013-14 el Estado Islámico o ISIS, que dirige el califa Al Baghdadi, que hoy domina parte de Siria e Irak y promueve el terror en la propia Europa, mientras genera una avalancha de millones de refugiados que inundan Grecia y los países vecinos. Los bombardeos occidentales, lejos de destruir el yihadismo, favorecen el reclutamiento de sus agentes entre el Islam europeo, la integración de cuyos miembros resulta por ello cada día más improbable. Y hoy se encuentra Europa frente a una doble versión de la primavera: el experimento democrático de Túnez, esperanzador, pero muy peleado por la infiltración yihadista, y la organización terrorista en su feudo territorial. En ambos casos, la arabidad, sobre todo oriental, busca su lugar en el mundo, una modernidad que le devuelva los fastos nunca olvidados. Esa pugna entre primaveras determinará gran parte del siglo XXI.