En el verano de 1977 no había en toda España un lugar más sugestivo y deseado para tomar café que el bar del Congreso de los Diputados. Tuve la suerte de estar allí. Para un cronista parlamentario las sensaciones eran muy potentes. Dolores Ibárruri, vestida de luto ibérico, el pelo blanco recogido en un moño, volvía a ocupar un escaño después de 40 años de exilio. Santiago Carrillo y Manuel Fraga, con una tensión que podía cortarse en el aire, se cruzaban por primera vez en un pasillo sin mirarse siquiera a la cara. Rafael Alberti, con chaqueta azul celeste, camisa llena de palmeras tropicales y la melena como de huevo hilado, parecía un ave del paraíso en medio de aquel cotarro gris marengo de diputados encorbatados, una imagen más insólita y provocadora que la de cualquier coleta y camisa arremangada de hoy. Sin tener que envidiar a un moderno pelo rasta en el hemiciclo irrumpió con fuerza agreste la pana rayada, la camisa de leñador, las patillas de hacha y el puro en la boca de Felipe González para medirse frente a un aventurero con el pelo esculpido a navaja, llamado Adolfo Suárez, que traía patente de corso real para llevar la política a donde la empujara el viento.
El bar del Congreso era el club más exclusivo que uno podía imaginar. Más que en la tribuna del hemiciclo, en ese lugar el trato diario comenzó a limar las duras aristas de las fuerzas políticas contrarias que venían del franquismo, de la oposición democrática, de la clandestinidad, de la cárcel, del destierro, de la victoria y de la derrota de la Guerra Civil.
El bar del Congreso
era el club más exclusivo
que uno podía imaginar
En teoría las Cortes Generales habían sido convocadas para desarrollar la Ley de la Reforma Política, pero nadie sabía en qué consistía esa empresa, salvo que su último e incierto destino era devolver la libertad a los ciudadanos. La convivencia parlamentaria se abría paso azarosamente entre el terrorismo etarra y la amenaza de una rebelión militar cada día más patente y, pese a este fuego cruzado, había un optimismo histórico en el propósito de los diputados de alcanzar la reconciliación nacional a toda costa, mientras la historia se movía bajo los pies.
Mediante el coraje de Suárez, la retranca de Carrillo, la mordacidad de Guerra, la oratoria de Felipe, el cabreo intestinal de Fraga, las advertencias abaciales de Tierno Galván, el instinto mercader de Roca, la obcecación escolástica de Arzallus, la democracia avanzaba a través de la floresta de una reforma política hasta que se llegó a un punto sin salida ni retorno. Fue cuando Adolfo Suárez, ante una tortilla de dos huevos en el bar del Congreso, como si se le acabara de ocurrir de repente, dijo a los periodistas que para seguir adelante no había más remedio que hacer una Constitución. Y a partir de ese momento las Cortes se convirtieron en Constituyentes y todos los padres de la patria comenzaron a empujar generosamente en el mismo sentido hacia el horizonte de la libertad y la democracia que todavía gozamos.