La inesperada muerte de Juan Pablo I, en 1978, supuso el fin de una tradición centenaria en la Iglesia católica: la de los papas italianos. El polaco Karol Wojtila inauguró una nueva y decisiva era en el Vaticano. Allí dejó durante 27 años una profunda huella. Sobrevivió a un atentado y contribuyó decisivamente a derribar el comunismo. Benedicto XVI, su sucesor, tuvo que afrontar el gigantesco escándalo de los abusos deshonestos que implicaban a sacerdotes. Y también dejó su impronta: dimitió de su cargo en febrero de 2013, tras el golpe moral del ‘caso Vatileaks’.
Cuatro décadas no son nada en la historia de una institución milenaria como la Iglesia católica. Sin embargo, en estas últimas se ha producido un cambio notable: los Papas han dejado de ser italianos y la elección del último, Francisco, viene a reflejar la realidad de que la mitad de los católicos vive en Latinoamérica.
Dos hechos insólitos han facilitado este cambio: la muerte de Juan Pablo I a los 33 días de su elección, en 1978, que dio paso al primer Papa extranjero en 450 años, el polaco Juan Pablo II, y la revolucionaria decisión de dimitir, tomada por Benedicto XVI en 2013, que abrió la puerta al primer pontífice latinoamericano.
El año 1978 fue fatídico en el Vaticano. A la muerte, a principios de agosto, de Pablo VI a los 80 años de edad se sumó, apenas dos meses después, la de su sucesor, Juan Pablo I. La Santa Sede tuvo que poner en marcha de nuevo la compleja maquinaria del cónclave. Albino Luciani murió, oficialmente, de una trombosis coronaria, pero no se le practicó la autopsia. El Vaticano contó que al Papa lo había hallado muerto con un libro piadoso en las manos su secretario privado. Ambos datos eran falsos. Fue la monja que lo atendía quien encontró al Papa muerto en la cama, y su lectura eran unos papeles no identificados.
Con Wojtyla, el cónclave
acababa de dar el golpe de gracia
a la centenaria tradición
de los Papas italianos
En el segundo cónclave, los cardenales estuvieron más atentos a las condiciones físicas de los papables. Y el elegido fue un saludable y enérgico cardenal de 58 años, Karol Wojtyla. Era el primer Papa polaco, y de forma casi imperceptible, el cónclave acababa de dar el golpe de gracia a la centenaria tradición de los Papas italianos.
San Juan Pablo II –fue santo subito, como pedían los fieles en su funeral-, superó un atentado gravísimo, en 1981, para llevar a término, aunque con grandes sufrimientos físicos, el segundo pontificado más largo de la historia. Gobernó la Iglesia durante casi 27 años y dejó en ella una huella profunda. Contribuyó decisivamente a derribar el comunismo en Europa e intentó revitalizar la institución valiéndose de sus extraordinarias dotes de comunicador. Wojtyla congregaba masas oceánicas allá donde iba, pero sus críticos le reprochaban no ser capaz de llenar las iglesias, lo que quizás no estaba en su mano. Más decepcionante fue su débil respuesta a los casos de abusos deshonestos que implicaban a sacerdotes y que empezaron a destaparse masivamente.
Fue su sucesor, Benedicto XVI, quien afrontóese escándalo, que en 2010 adquirió proporciones gigantescas y dañó seriamente a la Iglesia. No sería la única polémica desatada durante el periodo de Joseph Ratzinger. El caso Vatileaks (la filtración de documentos secretos de la Santa Sede con supuestos casos de corrupción), representó un grave golpe moral para el Papa. Benedicto XVI dio una lección de modernidad y de coherencia dimitiendo el 28 de febrero de 2013. Su sucesor vendría del otro lado del Atlántico
Francisco mira a la periferia
Por Pablo Ordaz
La Iglesia católica no es pródiga en sorpresas. Hasta hace no mucho, cuando a un alto cargo se le preguntaba por un problema que al común de los mortales le resultaba urgente, el interpelado se podía dar el gusto de contestar con parsimonia: “Sí, ya tuvimos un caso así en el siglo XIII”. Ya no.
Dos fechas ligadas entre sí –el 11 de febrero y el 13 de marzo de 2013—marcaron el inicio de un cambio de rumbo radical en el Vaticano y en la Iglesia. La renuncia de Benedicto XVI y la no menos sorprendente elección de Francisco, el primer Papa latinoamericano, orientaron todos los focos de la atención mundial hacia Roma y, tres años después, no se han apagado aún. Desde finales de 2011, el pequeño y poderoso Estado de la otra orilla del Tíber vivía una situación convulsa. El robo y la filtración de la correspondencia privada de Joseph Ratzinger, la detención de su mayordomo y las luchas de poder entre distintas facciones sacaron a la luz la podredumbre oculta bajo la cúpula de San Pedro. El problema no era nuevo, pero sí lo fue la manera de buscar la solución.
El método vaticano, tan italiano, de maquillar los vicios para perpetuarlos falló en esta ocasión. La renuncia de Benedicto XVI propició la elección de Jorge Mario Bergoglio, un jesuita recién llegado del fin del mundo, cruz de plata, zapatos gastados, que a las pocas horas de ser elegido Papa pronunció una frase que era en sí una encíclica: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. Desde entonces, Francisco sigue su camino hacia la periferia, buscando cómplices –desde Barack Obama a Raúl Castro— para que la Tierra y los que la habitan hagan las paces y luego, si acaso, unan su fe o sus dudas en una oración común.