Sorprendido de ir en primera página

Mundial

 

“Enhorabuena, Ramón: ¡Abres la primera página, a tres columnas!”, me dijo Alberto Míguez, responsable de la sección de Internacional, al llamarme por teléfono a Bruselas, aquella mañana del martes día 4 de mayo de 1976. Fui el primer sorprendido.

“El reconocimiento de los partidos políticos, condición esencial para la integración en Europa”, tituló el director, Juan Luis Cebrián, quien, a fin de cuentas, valoró que la exclusiva encajaba con el momento y el espíritu europeísta del diario recién nacido.

Cuando EL PAÍS vino a Bruselas para ficharme, ya llevaba más de siete años moviéndome por los andamios de la eurocracia. Llegué a la capital bruselense en plena resaca universitaria de Mayo del 68, en un verano en el que los tanques soviéticos entraron en Praga, una ciudad en la que meses más tarde me colé como estudiante, escribiendo crónicas para El Correo Catalán y el diario Madrid. Fundé el confidencial semanal Inforeuropa –que publiqué hasta la muerte de Franco– donde, sin que figurase mi nombre por ninguna parte, contaba lo entonces impublicable sobre las relaciones políticas y económicas entre España y el denominado Mercado Común Europeo, de aquellos seis primeros Estados fundadores.

Cuando EL PAÍS vino
a Bruselas para ficharme,
llevaba más de siete años entre
los andamios de la eurocracia

Me movía con cierta facilidad entre las bambalinas comunitarias, donde me colocaron el sello de periodista independiente. Por ello, muchas veces, recibía exclusivas –nunca las encuentras, siempre te las dan– sobre temas hispano-comunitarios. Y así forjé las relaciones profesionales que me dieron acceso al contenido para el primer número de EL PAÍS. Era un documento “confidencial” de la Comisión Política del Parlamento Europeo sobre España, en el que se dejaba claro que debían reconocerse todos los partidos políticos –incluido, sin citarlo, el clandestino Partido Comunista de España–, la libertad de presos políticos y el retorno de los exiliados.

Reconozco que actué con poca consideración hacia los compañeros que debían cerrar aquella tensa primera edición. Tenía la noticia desde hacía tres días –me la había facilitado mi amigo italiano Jean Paolo Papa, miembro de los portavoces de la Comisión Europea– pero decidí guardármela hasta el último momento. Para los números cero había escrito un amplio reportaje de dos páginas, que abrió la sección de Internacional, sobre la situación europea. Sin embargo, no incluí lo que sabía que corto, preciso y en primicia, hallaría siempre algún hueco.

Me movía con cierta
facilidad entre las bambalinas
comunitarias, donde me colocaron
el sello de periodista independiente

La envié a primera hora de la tarde del día de cierre, cuando ya no esperaban ninguna nueva crónica, pensando que sería bien valorada. Y, para sorpresa mía, así fue.

Con el tiempo –en realidad, fue el año pasado cuando se cumplió el 39 aniversario de EL PAÍS–, me enteré de que había sido una noticia que incluso rompió moldes.

“El artículo que abría el primer número de EL PAÍS rompió una de las normas del embrionario Libro de estilo: la crónica que llegó del corresponsal en Bruselas, Ramón Vilaró, era más corta de lo esperado y tuvo que publicarse con un cuerpo de letra más grande que el resto del periódico”, escribieron los colegas de EL PAÍS, hace ahora un año.

Portada del 4 de mayo de 1976 con la crónica de Ramón Vilaró desde Bruselas
Portada del 4 de mayo de 1976 con la crónica de Ramón Vilaró desde Bruselas

Romper moldes siempre está bien en nuestro oficio. Así lo mantuve en mis quince años en EL PAÍS, como corresponsal en Bruselas, Washington y Tokio, sobre todo a la hora de intentar dar primicias. Desde aquella primera página datada en Bruselas, hasta la emitida desde Washington con el “asunto interno”, del secretario de Estado estadounidense, Alexander Haig, en aquella triste noche golpista del 23-F. Colándome y viajando sin pasaporte desde Nueva York a Madrid, durante el traslado del Guernica, o contemplando los centenares de pares de zapatos de Imelda Marcos, la noche de la caída de la dictadura de Ferdinand Marcos, en el palacio de Malacañang, en Manila. Así era, y así es, la vida del corresponsal si se quieren contar exclusivas en sucesivas primeras páginas de un periódico.

Romper moldes siempre
está bien en nuestro oficio.
Así lo mantuve en mis quince
años en EL PAÍS

Cuarenta años después, por fortuna, todo ha cambiado. Tanto el país real como EL PAÍS periódico, con aquellos que inauguramos una trayectoria periodística que marcó una época y aún seguimos en pie. Sin embargo, a la hora de buscar noticias, y a poder ser novedosas, la mecánica –mi oficio previo al periodístico fue mecánico del automóvil– continúa siendo la misma: contar con una buena agenda, pisar la calle, preguntar y ser fiel a lo que es casi imposible de lograr, la objetividad. Pero procurando acercarse al máximo a ella, no dejándose manipular.

Somos escribanos, como decía el maestro Manuel Vázquez Montalbán, aunque a veces incidamos en difundir noticias que pueden contribuir a marcar un rumbo. Y, este periódico, desde su número 1 y primer editorial, indicó el camino del cambio hacia las libertades democráticas, que nunca hay que dar por ganadas. Por ello deseo larga vida a EL PAÍS, en cualquiera de sus formatos.