El 7 de mayo de 2000, en el Gran Palacio del Kremlin, Vladímir Putin tomó posesión por primera vez de la presidencia de Rusia, tras haber sido elegido para un mandato de cuatro años. En realidad, el veterano de los servicios de seguridad llevaba ya al frente del Estado desde principios de aquel año, después de que el primer presidente de la Rusia postsoviética, Borís Yeltsin, le traspasara las funciones de jefe del Estado . Difícil era entonces imaginar que aquel oriundo de Leningrado (hoy San Petersburgo) iba a permanecer en el poder 16 años, elegido en dos ocasiones para mandatos de cuatro años, lo máximo que permitía la constitución rusa, y luego, en 2012 para un mandato de seis, tras un cambio en la ley fundamental durante la época (de 2008 a 2012) en que ejerció como jefe de Gobierno mientras la presidencia era ocupada por Dmitri Medvédev, un hombre de su confianza.
En el terreno internacional, Putin aspiraba a superar las secuelas de la Guerra Fría y a una nueva cooperación con Occidente en nombre de un nuevo orden global. Quería que le fuera reconocida a Rusia la paridad con EEUU y estar presente en los principales clubs de toma de decisiones del mundo. Tras el atentado del 11 de septiembre de 2001, Putin ofreció su colaboración a EEUU en la lucha contra el terrorismo y le facilitó la presencia en Asia Central como base para combatir desde allí a Bin Laden y sus partidarios en Afganistán. Quiso Putin continuar el proceso de desarme nuclear que Mijaíl Gorbachov había comenzado, quiso también colaborar en la creación de un escudo antimisiles y tanteó la posibilidad de que Rusia ingresara en la OTAN. Además, se mostró dispuesto a abrir las puertas de la economía rusa a los inversores extranjeros y a garantizar la seguridad energética de Occidente. Pero el presidente ruso se sintió rechazado y, por fin, en Munich , en febrero de 2007, dio rienda suelta a su desconfianza, acusó a Occidente de mantener un doble rasero y a EEUU de querer imponer su política en el mundo.
En política interior, quiso Putin tensar las riendas del Estado que en los noventa habían estado en manos de personajes que hicieron grandes fortunas gracias a su apoyo al presidente Borís Yeltsin. Tras imponerse a los oligarcas más influyentes , y hacerse con el control de sus medios de comunicación, Putin, que se había rodeado de veteranos de los servicios de seguridad como él, la emprendió con Mijaíl Jodorkovski, el dueño de un imperio petrolero cuyas ambiciones políticas eran percibidas por el presidente ruso como una amenaza para su poder. Putin transformó el sistema de contrapesos políticos en una estructura piramidal, una “vertical de poder” con la lealtad como criterio básico. Sometió a los independentistas de Chechenia en el Cáucaso y, tras la “Revolución Naranja” en Ucrania en 2004, tomó precauciones para que nada semejante ocurriera en Rusia. Reforzó entonces las medidas para atajar las reivindicaciones de los sectores más críticos de la sociedad, a los que acusó de estar inspirados y financiados por Occidente.
Las libertades cívicas se fueron recortando y, como en la Guerra Fría, Occidente volvió a ser percibido como un entorno hostil desde una Rusia que se había vuelto a instalar en la categoría de fortaleza acosada. La ampliación de la OTAN —en la que Rusia había sido vetada— fue valorada en Moscú como un instrumento de ese acoso. Y esa lectura geoestratégica de las actividades de la Alianza Atlántica explica la anexión de Crimea en febrero de 2014, pues, según el razonamiento del Kremlin, los sectores que organizaron las protestas contra el presidente de Ucrania, Víctor Yanukóvich, y que se impusieron en el “Maidán” hubieran acabado por echar a la flota rusa en sus bases de la península ucraniana del mar Negro. Crimea fue un punto de inflexión en la historia de la Rusia postsoviética por cuanto supuso abandonar las tesis que Putin había defendido vehementemente al llegar al poder, a saber la defensa de la universalidad de las normas del derecho internacional bajo la égida de la ONU. Crimea ha supuesto la alteración del estatus-quo surgido de la desintegración de la URSS en 1991, pero de entrada consolidó a los rusos en torno a Putin, quien devolvió a sus compatriotas la sensación de ser ciudadanos de un gran país respetado y temido. Las sanciones occidentales por la anexión de Crimea y por su participación en la guerra en el Este de Ucrania activaron la probada resistencia de los rusos.
Putin contestó a las sanciones de Occidente con contra sanciones y la búsqueda de alternativas al G8 y a los clubs a los que tan altamente valoró. Rusia reforzó vínculos con China y con los países emergentes como los BRICS.
El descenso de los precios del crudo perjudica a la economía rusa, que no había aprovechado los tiempos de bonanza para diversificarse. Putin, no obstante, busca en la historia y tradiciones nacionales los incentivos para estimular a la autosuficiencia y para sustituir la dependencia de Occidente por el propio desarrollo interno. En el desencuentro actual entre Rusia y Occidente no se divisa aún la fórmula que pueda recomponer la estabilidad internacional, aunque Putin en algún momento ha creído poder encontrarla en la lucha contra el terrorismo.