José Luis Barbería

Reportero en el País Vasco

Nacionalismos o el cultivo de la diferencia

Aunque participó en los trabajos de la comisión constituyente, el PNV nunca tuvo intención de aprobar el texto resultante de esos debates y transacciones, como reconocería años después su líder, Xabier Arzalluz. La voluntad que animaba a los constitucionalistas de integrar a los nacionalismos, muy particularmente al vasco, y de privar de fundamento a ETA, no encontró correspondencia en el PNV, pese a que el artículo 2 de la Constitución “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” y la disposición adicional primera de la propia Carta Magna “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”.

Su actitud refractaria a todo compromiso con España y su sentido de la oportunidad –no aprobar la Constitución le permitía mantener la presión sobre los grandes partidos y soslayar el choque con el mundo político de ETA-, condujo al PNV a propugnar la abstención en el referendo constitucional, mientras la izquierda abertzale preconizaba el voto negativo. Adoptada en el momento fundacional de la democracia española y con ETA redoblando sus atentados, la decisión del PNV resultó trascendental para el devenir político. Los votos aprobatorios de la Carta Magna triplicaron a los negativos, pero la baja participación -la abstención llegó al 55%-, alimentó durante décadas la idea, falazmente esgrimida por el nacionalismo, de que el pueblo vasco no había aprobado la Constitución.

Reforzado por la menor legitimación vasca del proceso democrático abierto con la Constitución y desde su adquirida centralidad política, el partido de Arzalluz y Carlos Garaikoetxea planteó la consecución de las máximas cotas de autogobierno como adecuada receta pacificadora, al tiempo que se erigía en intérprete de la ortodoxia nacionalista y guía para la desactivación del fenómeno terrorista, equívoco que se prolongó durante décadas. La asunción en el Estatuto de Gernika de competencias exclusivas como la policía autonómica y la financiación vía Concierto Económico permitió al nacionalismo institucional materializar el difuso concepto de “derechos históricos” establecido en la Constitución de 1978 y hacerse con la hegemonía política.

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Íñigo Urkullu, lehendakari; Artur Mas, expresidente de la Generalitat, y Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia, juntos en el Congreso. / Claudio Álvarez

Mucho menos poderosos que sus homólogos catalanes y vascos, los independentistas gallegos recorrieron un largo camino al socaire del proceso impulsado por las nacionalidades históricas. Después de automarginarse del proceso estatutario de 1981 por juzgarlo insuficiente, lograron agruparse, alcanzar una notable presencia institucional –el Bloque Nacionalista Gallego (BNG) cogobernó con el PSOE en Galicia entre 2005 y 2009-, y desplegar un entramado organizativo que les otorga una considerable influencia política.

Hasta que el nacionalismo catalán generó la espiral que integró en la misma dinámica autodeterminista y de ruptura a las fuerzas soberanistas (derechas) e independentistas (izquierdas), el autogobierno vasco ejerció de punta de lanza reivindicativa del proceso autonómico. La excepcionalidad de su autonomía recaudatoria tensionó el sistema de financiación autonómica hasta el punto de convertirse en objeto de deseo del soberanismo catalán. Además del cultivo de sus respectivas lenguas autóctonas y de las versiones de la historia que les singularizan como comunidades específicas, los denominados nacionalismos históricos han compartido de forma obsesiva el afán por evitar quedar homologados con el resto de las autonomías.

Durante un tiempo, esa huida hacia delante reivindicativa pareció compatible con la idea de que los soberanistas no buscaban, en realidad, la ruptura con España, sino el privilegio de permanecer como comunidades autónomas de primera, pero la propia inercia del proceso de emulación desencadenado, el inmovilismo y falta de reacción del Gobierno central, la creación de élites regionales con intereses propios y los contextos de crisis económica y política relanzaron las iniciativas separadoras. Frustrado el plan Ibarretxe y a la espera del desenlace del procés català, el PNV y el resto de los nacionalismos continúan sin implicarse en el proyecto de una España compartida.