Siempre he defendido la idea de que había que presenciar todo aquel evento que parecía único e histórico. Aunque en aquella ocasión, recuerdo tener la sensación de agobio, por la cantidad de personas que acudían, las infinitas colas de espera y sobre todo el inmenso calor soportar (Todos los medios de comunicación daban parte detallado diario). Pero a medida que se acercaba el final, empezamos mi familia y yo a sentir que nos íbamos a perder algo grande y a plantearnos la posibilidad de ir, y así hicimos. No recuerdo si fue el último fin de semana o el penúltimo. Recuerdo que diluvió (casi más que el 7 de julio del 82 en el concierto de los Rolling), mientras esperábamos una inmensa cola para visitar la réplica de una de las naos, que no pudimos ver ni la mitad de los pabellones (fueron sólo 3 días), que malcomimos para aprovechar mejor el tiempo y huir de los colapsos en hora punta, pero fue maravillosa la sensación de poder conocer cantidad de culturas y sentirnos el ombligo del mundo. Fue como si finalmente se reconociera la grandeza de nuestro país, después de tantos años de oscurantismo. Junto con las olimpiadas, fue el maravilloso 92. ¡Qué pena! Fue el comienzo de toda la innecesaria opulencia y de la gran corrupción que ha desembocado en esta profunda crisis.
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