La columnista vive para su columna, habita en ella. La columnista es alguien a quien el periódico concede un número de palabras. A mí me ceden 800 a la semana. Por tanto, soy la columnista de las 800 palabras. Mi primera columna no fue buena. ¿Por qué? Porque mi mente no estaba acostumbrada a contar una historia en 800 palabras, de manera que me excedí en la introducción y luego tuve que contar lo que quería precipitadamente. Y no. La columna debe tener un ritmo musical. Si el lector te abandona al primer párrafo esa pieza es un fracaso.
Que me perdonen los pedantes pero una columna no puede ser tediosa. Nuestro vicio nacional es el exceso de adjetivación, el castellano tiende a la retórica. Yo escribo y luego, cuando repaso, voy eliminando adjetivos. He comprobado que la mayoría de ellos no aportan nada. No estamos aquí para hacer florituras.
La mayoría de los adjetivos
no aportan nada, no estamos
aquí para hacer florituras
Una columna es una pieza corta que debe entender cualquiera. Y el columnista ha de tener la humildad (o la ambición) de escribir para todo el mundo. En una columna no caben demasiados matices. El columnista quisiera tener espacio para la sutileza, pero en la columna hay que arriesgarse a que un porcentaje no desdeñable de lectores te va a malinterpretar. Se siente, haber escogido otro oficio. La columnista, si tiene gancho, gusta e irrita, nunca deja indiferente.
Todo lo que hago en la semana está en función de mis 800 palabras. Tan interiorizado tengo el número que podría resumir mi vida, Guerra y Paz o los papeles de Panamá y aún me sobraría espacio para alguna ocurrencia. Cuando no me cabe lo que quiero contar, me consuelo escribiendo un libro.