Marcos Ordoñez

Crítico teatral

La madurez toma la escena… pese a todo

teatro
Representación de la ópera ‘Salomé’ en el teatro romano de Mérida, durante el Festival de Teatro Clásico. / JERO MORALES

En los años 70 los actores visitaban la cárcel por el mero hecho de pedir vacaciones. El portazo a la censura dio paso a las salas alternativas y a la reivindicación de la condición de cómico. Hoy, el talento, la vitalidad y el entusiasmo son capaces de convivir en la escena con un 21% de IVA.

¿Cuarenta años ya? Ha cambiado lo suyo nuestro teatro. Un año antes de la aparición de EL PAÍS muchos actores pisaron la cárcel por pedir un día de descanso (pero acabaron consiguiéndolo). Y la censura no desapareció hasta 1978; que se lo digan a Els Joglars, que sufrieron trena por La Torna. Y hasta 1982 no se abolió aquel inexplicable Impuesto de Protección de menores que esquilmaba el 5% de taquilla bruta a cada representación. Las nuevas generaciones todavía no creen que esas cosas pudieran suceder. Imposible resumir cuatro décadas. Esto no puede ser un hit parade. Ni una lista de nombres: desbordarían el artículo y muchos quedarían fuera.

Probemos con algunos datos, siempre condensados. Entre los 70 y los 80, el centón de grupos independientes se profesionalizan y las fronteras entre teatro público y privado comienzan a desdibujarse. Los nuevos ayuntamientos democráticos se convierten en contratantes, desaparecen los antiguos empresarios locales y se esfuman, por razones de edad o disminución de la demanda, las viejas compañías de repertorio. Emerge una nueva figura de productor, que viene de las tablas y la itinerancia y siente verdadero amor por la escena.

Entre los 70 y los 80,
las fronteras entre
teatro público y privado
comienzan a desdibujarse

Establecido el estado de las autonomías, llegan los Centros Dramáticos con afán descentralizador, aunque las interconexiones no acabaron de cuajar. En los 80, años de vacas ubérrimas, se regularizan las visitas de compañías internacionales a través de los festivales. Con pocos viajes de vuelta, la gran asignatura pendiente. Entre la década de los 60 y la de los 70 baja en bolsa el dramaturgo y sube la autoría colectiva; de los 80 en adelante sucederá a la inversa. Se mantuvieron, sin embargo, los grandes maestrazgos: William Layton, Miguel Narros, Fabià Puigserver, José Luis Gómez y Sanchis Sinisterra, entre otros. Luego llegaría nueva savia argentina: Tolcachir, Daulte, Veronese. Desapareció, felizmente, el concepto (muy popular en la anterior década) de que los ensayos tenían que ser mitad psicodrama mitad campo de batalla, y que cuanto más divo, más despótico y más irascible era un director, mejor resultaba.

En la década de los 90 los estudios teatrales adquieren rango universitario: todo un logro. Surgen promociones cada vez mejor preparadas. Se afirman las salas alternativas, así llamadas no tanto por su programación (a menudo rompedora, pero no siempre) sino por las reducidas dimensiones de su aforo: menos de 250 butacas.

El teatro en nuestros días

Con el cambio de milenio nuestro teatro comienza a recuperar a un público, asiduo en el pasado, que había desertado por fatiga o desinterés, y lentamente va ganando para la causa a los jóvenes espectadores.

Desde el año 2000 hasta hoy vuelve a reivindicarse el término cómicos, entendido como grupo de actores, autores y técnicos unidos en una misma aventura, la band of brothers (añado: and sisters) postulada por Shakespeare. Llega la feroz crisis de 2008 y sus sucesivas metástasis y unos gobiernos que parecen encontrar raro placer en insertar palos en las ruedas de la cultura. Así, a un lado de la balanza tenemos el castigador IVA del 21%, las giras anémicas, las salas que se asfixian, los impagos municipales, los sueldos de derribo. Al otro, el talento indesmayable, la vitalidad combativa, el fiero entusiasmo: las armas de los cómicos.