Javier Jiménez

Vivo en Pacífico. Cerca de las vías del tren que llevan a la estación de Atocha y a pocos metros de donde estalló el tren frente a la calle Téllez.
Aquella mañana estaba desayunando cuando las ventanas de la terraza de la cocina vibraron como movidas por un fuerte viento.
Como cada mañana Iñaki Gabilondo en su Hoy por Hoy me acompañaba en el desayuno.
Nada hacía presagiar la tragedia que íbamos a vivir aquel día.
Pronto comenzaron a llegar las primeras noticias. Hablaban de heridos. Luego tal vez muertos hasta que todos comenzamos a vivir el horror de aquel día.
Fui al trabajo escuchando la radio, pensando horrorizado, como todos en esas primeras horas, que ETA había hecho su peor masacre.
A media mañana me tocó ir al almacén de Getafe. Recuerdo aquel trayecto por la M40 viendo coches en los arcenes. Coches que se habían alcanzado fruto de la distracción. Todos pequeños golpes. Todos por tener la mente en otro lugar fuera de la carretera.
Como siempre ocurre en las tragedias, Madrid volvió a dar la talla ese día. A la petición de donantes de sangre siguió un mensaje de que no era necesario más sangre. La gente había formado largas colas para contribuir con su sangre a salvar vidas de heridos.
Al mediodía comí con un compañero en un bar, mientras veíamos las imágenes horribles en la televisión
Yo seguía pensando que había sido ETA.
Él me dijo: ETA no ha sido. Esto lo han hecho otros.

El resto ya es conocido por todos. Y esos “otros” comenzaron a alimentar nuestro miedo desde entonces.
Como triste anécdota contar que el Tunecino, cerebro de aquellos atentados, vivía en el piso de debajo de mis padres en la calle Francisco Remiro. Probablemente toda la tragedia se gestó en aquel piso habitado por gente aparentemente amable y que nunca hizo adivinar todo el odio que llevaban dentro.