Si en 1976 el presidente Gerald Ford hubiera sabido que, cuarenta años después, su sucesor se comunicaría con sus votantes por un medio llamado Twitter, le habría costado entenderlo. Tampoco habría comprendido que una noche la Casa Blanca llegaría a iluminarse con los colores arcoíris del movimiento gay para celebrar la legalización del matrimonio homosexual. Y quizá le habría desconcertado saber que el presidente sería un afroamericano. Entre Ford y Obama, los cambios en la Casa Blanca reflejan la transformación acelerada de la sociedad estadounidense.
Nadie refleja mejor que Obama los cambios de Estados Unidos, pero estos cambios, y muchos de los problemas que afligen hoy a este país, provienen de los años setenta: desde las desigualdades a las revoluciones sociales de las minorías, pasando por la influencia del dinero en la política o la dificultad de la primera superpotencia para vencer en guerras sin fin.
Desde la fundación de EL PAÍS, en 1976, EE UU ha tenido siete presidentes: Gerald Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George H.W. Bush, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. Todos, hasta Obama, fueron WASP, acrónimo inglés de blanco, anglosajón y protestante. Cinco viven y dos —Ford y Reagan— murieron. Dos, Bush padre e hijo, pertenecían a la misma familia. Cuatro eran republicanos —Ford, Reagan y los Bush— y tres, demócratas. Uno, Ford, llegó al poder sin ganar unas elecciones, tras la dimisión de Nixon, y no salió reelegido. Tres gobernaron durante un solo mandato: Ford, Carter y Bush padre; el resto disfrutaron, con dos mandatos, el máximo permitido por la Constitución, de la oportunidad de dejar huella, pero un examen de su balance revela que el legado no está relacionado con la duración de la presidencia.
Bush padre puso fin a la Guerra Fría entre 1989 y 1990 sin un disparo, y en 1991 ganó la Guerra del Golfo contra el Irak de Sadam Hussein con una de las mayores coaliciones bélicas de la historia y con amparo de la ONU. Su hijo gobernó ocho años e Irak también definió su legado, pero en negativo: una invasión unilateral lanzada con premisas erróneas —que Irak escondía armas de destrucción masiva— y mal planificada.
Los cambios de EE UU
que se reflejan en Obama
provienen de los años setenta
Una presidencia es algo complejo, un cúmulo de errores y éxitos, una mezcla de gestión anodina de una burocracia gigantesca y de reacción improvisada ante la sucesión de crisis en EE UU y el resto del mundo, una negociación permamente entre lo posible y lo deseable, un equilibrio entre un poder casi ilimitado en el exterior —el poder del botón atómico— y la influencia interior limitada por los contrapoderes: el Congreso, el Tribunal Supremo, la opinión pública.
Cada presidente tiene su momento definitorio, la palabra con la que se le recuerda. En el caso de Ford es el perdón a Nixon por el Watergate. Carter es el presidente del malaise, palabra que aparentemente nunca pronunció pero que resumió su mandato: malestar por el marasmo económico provocado por la crisis petrolera y por la pérdida de posiciones geopolíticas, con la revolución iraní y la toma de rehenes en la embajada estadounidense en Teherán. A Reagan se le asocia con el “nuevo amanecer en América”, como decía uno de sus mejores anuncios electorales, es decir, la recuperación de la confianza y el optimismo tras el malaise. También es el presidente de la última fase de la Guerra Fría y de la retórica agresiva combinada con el diálogo con Moscú, que desembocó en la caída del bloque soviético. A Bush padre, con su doble victoria en la Guerra Fría y la Guerra del Golfo, le siguió Clinton, que gobernó durante unos años de bonanza económica y quedó marcado por su relación extramatrimonial con una becaria de la Casa Blanca. Y a Bush, el presidente del fiasco de Irak y la crisis financiera de 2008, le sucedió Obama, el primer negro en el cargo y el presidente que sacó a EE UU de la gran recesión; el que intentó, sin éxito, poner fin a las guerras heredadas de Bush; y el que impulsó el deshielo con enemigos de la Guerra Fría como Cuba e Irán. Robert Caro, biógrafo del presidente Lyndon Johnson y seguramente el mejor diseccionador del poder presidencial, escribe que, aunque el tópico diga que el poder corrompe, en realidad el poder revela. En su camino a la cumbre, un político puede enmascararse, cambiar de chaqueta, disimular. Una vez allí, según Caro, “el camuflaje es menos necesario. Comienza la revelación”.
En los rasgos más amables y los más desagradables, los presidentes, de George Washington a Barack Obama, se han expuesto desnudos ante sus ciudadanos y ante la historia. Su obra, el famoso legado que les obsesiona cada día de su presidencia, les define: el poder revela. Los últimos cuarenta años no han sido una excepción.