Tiempos demasiado interesantes para la banca

Gerard Julien (AFP)
Gerard Julien (AFP)

Todos sabemos aquello de “ojalá vivas tiempos interesantes”, tan popular en inglés que también se la conoce como la chinese curse o la maldición china. Y también aquel otro dicho sobre que la palabra crisis en chino se escribe utilizando los signos o caracteres de los términos problema y oportunidad. Ambas ideas son apócrifas, inventos occidentales que nada tienen que ver con China. Pero se non é vero, al menos é ben trovato: lo cierto es que realmente está empezando a ser agotador vivir en tiempos tan interesantes.

A las terribles consecuencias de esta crisis, que ha impactado sobre la rentabilidad del negocio, pero también sobre su reputación –pagando en algunos casos justos por pecadores–, se une ahora un entorno poscrisis poco amable en, al menos, tres terrenos. En primer lugar, el nuevo paradigma regulatorio, con su exigencia, pero también con sus contradicciones. En segundo lugar, el entorno persistente de tipos de interés bajos, con efectos secundarios escasamente reconocidos. Y en tercer lugar, la revolución digital, que presenta riesgos, pero que también ofrece posibilidades.

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Empecemos por la regulación. Que una crisis financiera como la de 2007, que aún no podemos dar por superada, iba a generar un nuevo paradigma normativo era evidente. Debemos recordar que la crisis de 1929 llevó a la creación de la garantía de depósitos o a la de la SEC americana. Este nuevo paradigma se caracteriza tanto por una mayor exigencia (tres veces más capital y de mayor calidad, requerimientos de liquidez…) como por una enorme discrecionalidad de las autoridades (el Banco Central Europeo y el Consejo Único de Resolución). Esto, junto con el hecho de que la reforma regulatoria siga incompleta nueve años después del inicio de la crisis, afecta tanto a los bancos, distraídos de las decisiones de negocio por la sobrecarga normativa, como a los mercados en los que estos emiten, cuya enorme volatilidad refleja el desconcierto generado por el nuevo régimen.

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Por si no fuera bastante, el entorno de bajos tipos de interés añade presión al sector. Y dejémoslo claro: se pueden entender las medidas tomadas por el BCE para evitar, en un entorno de débiles incrementos del PIB nominal, los riesgos de una deflación. Pero a medida que avanza el tiempo son evidentes los riesgos que un prolongado periodo de tipos de interés ultrabajos acarrea, en concreto en la valoración de ciertos activos, en la volatilidad de los mercados y en la rentabilidad del negocio bancario.

Los bajos tipos de interés ayudan a familias y empresas, y lo que es bueno para los clientes del banco lo es también para el banco. Dicho esto, es igualmente cierto que esos bajos tipos de interés comprimen los márgenes bancarios y deprimen los beneficios. Al fin y al cabo, el negocio basa su rentabilidad en la transformación de plazos (tomar prestado a corto plazo para prestar a largo) y en el acceso a una fuente de financiación barata (los depósitos transaccionales). Si los tipos son bajos y, además, la curva de tipos (la diferencia entre los de corto y los de largo plazo) es plana, la rentabilidad se va a resentir. Y es loable que los bancos españoles, en este entorno tan duro, estén mejorando su rentabilidad.

Los inversores son incapaces de leer la carta
de navegación del sector y causan sesiones de infarto

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Por último, queda el desafío de la revolución digital. En primer lugar, es inevitable que tecnologías como el blockchain no tengan impacto sobre algunas áreas de negocio tradicionalmente en manos de los bancos (como la custodia, por ejemplo). Estos disruptores tecnológicos pueden atacar nichos específicos del negocio bancario, si bien resulta complicado vislumbrar en qué áreas les resultará a los bancos muy difícil competir, en cuáles habrá joint ventures o en cuáles serán capaces de prevalecer sobre los competidores tecnológicos. En segundo lugar, las relaciones entre el banco y sus clientes van a cambiar, están cambiando ya, de modo que cada vez se basan más en canales digitales móviles y menos en la presencia en las oficinas físicas. Esto afectará al modelo de sucursales actual, si bien con un timing todavía no predecible. En cualquier caso, en un sector en el que el cliente se halla en el centro, habrá que estar a lo que este quiera, sin ninguna duda.

Curiosamente, aunque la regulación prolija es un problema para el sector, en el ámbito digital se echa de menos una mayor claridad de las autoridades europeas sobre esta área emergente. La postura del sector es clara: mismas actividades y mismos riesgos exigen regulaciones iguales. No se trata de no competir, ni siquiera de competir en igualdad de condiciones, sino de evitar que el sistema financiero digital converja hacia los peores estándares por una ausencia de claridad regulatoria. Nos referimos a áreas como la prevención del blanqueo o la protección del inversor minorista.

En definitiva, el sector bancario, nueve años después de la crisis, sigue sometido a una considerable presión sobre sus resultados. A veces parece que las críticas a la nueva regulación fueran producto de una negación de la necesidad de normas más duras tras la crisis. Pero no es cierto: los efectos indeseados de la misma, como la elevada volatilidad, junto con el hecho de que la reforma bancaria siga inacabada tras ocho años, provocan un entorno en el que los mercados financieros –los accionistas potenciales de los bancos– no son capaces de leer la carta de navegación del sector, provocando movimientos de infarto, sesiones bursátiles de boom y bust, que tan solo reflejan la falta de una visión de medio plazo acerca de adónde se dirige la industria bancaria. Hay que romper ese círculo vicioso, dar por acabada la reforma financiera y empezar a pensar en el mundo digital que viene.

Por José María Roldán
Presidente de la Asociación Española de Banca (AEB) desde 2014. Antes fue director general de regulación y estabilidad financiera del Banco de España y economista de su servicio de estudios. Ha sido consejero de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV)