Uno de los obstáculos para crear sociedades justas y convivencia pacífica es la intolerancia que se expresa en las palabras, y no sólo en las acciones. Algunos grupos se sienten autorizados para desacreditar a otros, porque estos últimos cuentan con una característica que los intolerantes consideran especialmente despreciable, digna del repudio generalizado y la exclusión. La actitud del intolerante suele reconocerse con el sufijo “fobia”, y es tan vieja como la humanidad.
La xenofobia, la aversión al extranjero, es, por desgracia, bien conocida, pero también la homofobia, el odio a las personas homosexuales, la fobia hacia gentes que practican una religión, como judíos, musulmanes o cristianos; y la gran desconocida, aunque universalmente practicada, es la aporofobia, el odio al pobre, y más si es indigente y vulnerable.
Este cúmulo de aversiones, y tantas más que deben existir, se basan en un déficit de humanidad, porque al intolerante le falta una capacidad humana básica, que es la voluntad de dialogar. Desde el pódium de su situación, que considera la correcta, contempla con desprecio a los que le parecen desviados y les niega el pan y la sal.
Craso error, por supuesto. En principio, porque toda persona es igualmente digna, ésa es la divisa de la Ilustración, y sus opciones personales merecen respeto, siempre que no dañen a otros. No sólo tolerancia pasiva, que ya es algo, sino también positivamente respeto activo.
La gran desconocida, aunque universalmente
practicada, es la aporofobia, el odio al pobre,
y más si es indigente y vulnerable
Pero es preciso ir más allá, porque para curar el mal de la intolerancia suele recomendarse intentar ponerse en el lugar del otro, imaginar qué debe sentir, cómo debe sufrir con el desprecio, practicar la empatía. Sin embargo, eso no basta, sino que es preciso entablar un diálogo, entrar en una conversación que es la que puede llevar a cambiar de mentalidad y que es además lo propiamente humano.
Afortunadamente, la razón humana no es monológica, sino dialógica, incluso los monólogos que vamos rumiando por la calle son diálogos internalizados. Sabemos de nosotros mismos preguntándonos y contestándonos, y también hablando con otros, porque, como bien decía Hölderlin, “somos un diálogo”. Negarse a hablar con otros, condenándolos a la exclusión, sin preocupación por conocer ni sus razones ni sus sentimientos, es enfermar de inhumanidad. Que es una enfermedad grave, si las hay.
En nuestro tiempo las fobias sociales han llegado a tener un tratamiento jurídico frente a lo que se ha venido a llamar “el discurso del odio”, el discurso de los intolerantes que estigmatizan a otros. Y está muy bien que el derecho haga su trabajo para defender a los humillados y ofendidos. Pero una convivencia pacífica exige mucho más que eso, exige que la ética haga su tarea de humanizar las relaciones entre las personas en la vida cotidiana, cultivando entre ellas el diálogo. Quienes han entrado en una conversación auténtica difícilmente tendrán tentaciones de dañarse.
El hombre –decía Aristóteles- se caracteriza por tener “lógos”, que quiere decir “razón” y “palabra”, y es el que le sirve para hablar sobre lo justo y lo injusto, construyendo con ello la casa y la ciudad. Una casa y una ciudad que hoy serían ya locales y globales.