Ricardo Agudo Vivas

Estaba preparando un examen en mi habitación del colegio mayor cuando un compañero que estaba escuchando la radio bajó las escaleras gritando que había tiros en el Congreso.
Unos cuantos salimos al pasillo y nos miramos por unos segundos hasta que uno de nosotros, no recuerdo quien, quizá fuera yo, dijo: “¿Vamos?”.
En menos de un minuto estábamos montados en el coche (creo que era el cuatro latas de Jaime, pero puede que fuera el 600 de Antonio, que de todas formas tenía que ir a clase a Industriales), y al cabo de un cuarto de hora llegábamos a Neptuno.
El Congreso ya estaba rodeado. Dimos una vuelta, intentando acercarnos lo más posible, sin realmente conseguir ver nada de lo que estaba pasando dentro.
Nada de lo que se percibía permitía concluir como iba a acabar aquello, si se iba a quedar en nada o si saldría adelante. La cara de los policías – que no te ordenaban circular, simplemente te impedían acercarte – reflejaba la misma incertidumbre que la de cualquiera. Había un par de grupos de “fachas” cantando sus himnos y levantando el brazo. Recuerdo que no impresionaban; parecía que estaban de fiesta.
Al poco decidimos marcharnos de vuelta a nuestra residencia. En el coche, nos preguntábamos qué iba a pasar y, sobre todo, qué íbamos a hacer. No recuerdo si nosotros o en la radio ya hablaban de “golpe”, pero si recuerdo que pensé que lo que estaba ocurriendo podía cambiar mi vida, que yo no podía vivir en un país como el que esa gente quería, y de repente dije: “¡Me tengo que exiliar!”.
Mis compañeros empezaron a descojonarse de mí, pero yo he tenido pocas cosas más claras en la vida.