Carlos Arribas

Redactor de deportes, presente en cinco Juegos Olímpicos

Memorias del 92

Son dos exponentes de la efervescencia de 1992, un año inolvidable. El año en el que España aprendió a contar medallas olímpicas. Una, dos… hasta 22 se elevó la cosecha. Cuando se extinguió el fuego olímpico de Montjuic, el 9 de agosto, algo irrepetible se evaporaba también para siempre. Fermín Cacho y Carolina Pascual fueron testigos de aquel espíritu. Oro y plata. Ambos rememoran los 16 días de gloria del deporte español.
Fermín Cacho y Carolina Pascual. / Samuel Sánchez
Fermín Cacho y Carolina Pascual. / Samuel Sánchez

Carolina Pascual nació en Orihuela (Alicante) en junio de 1976, un mes después del nacimiento de EL PAÍS. Para ella, el recuerdo de este periódico “es el recuerdo de mi madre pegando recortes en un álbum con mis hazañas”. Rescata sobre todo, por supuesto, la página que glosaba su medalla de plata en el ejercicio de mazas de gimnasia rítmica de Barcelona 92. Ese mismo día, el 9 de agosto, el domingo que se clausuraban los Juegos, la portada del diario estaba presidida por la fotografía de Fermín Cacho, campeón olímpico de 1.500 metros. Cacho (Ágreda, Soria, 1969) era un niño cuando vio por primera vez la portada del diario en el quiosco de su pueblo. “EL PAÍS lo asocio a la democracia, a la España que hizo posibles los logros de Barcelona 92”, dice antes de sentarse a dialogar con Pascual, a contarse sus sueños… y los sacrificios suyos y de sus familias, que les llevaron al podio olímpico.


Carolina Pascual: Siempre tuve el pensamiento de llegar a lo más alto, y tenía delante de mí la imagen de las que fueron antes que yo, Maisa Lloret, Marta Bobo, Ana Bautista, y todas fueron un ejemplo de que se podía llegar a donde yo quería llegar, a lo más alto. Mi ambición era ganar una medalla olímpica. De hecho, ya sabía que la iba a ganar, porque dos meses antes de lograrlo todas las noches soñaba con ella…

Fermín Cacho: Eso está muy bien, soñar lo que quieres hacer, hasta dónde quieres llegar, es importantísimo. Al soñarlo, visualizas 50 formas diferentes de cómo puede ser la competición, lo que puedes hacer, fallos que puedas tener. Así, si estás compitiendo y sale cualquier imprevisto lo puedes corregir automáticamente, sin pensar “ahora qué tengo que hacer”. Como las máquinas de discos en las que había que echar una monedilla, que cambiaban automáticamente de canción, clic, pues nada, se acaba y hay que poner otro.

C.P.: Llevaba, en efecto, varios meses visualizándolo: cómo subía al podio, cómo agachaba la cabeza y me colocaban la medalla… y esa era mi ambición, la medalla olímpica. Desde pequeñita mi único pensamiento no era “participaré” sino “voy a llegar y lo voy a conseguir”. Y eso que en mi ciudad, en Orihuela, no había rítmica y ni siquiera un pabellón.

F.C.: Yo, al estar en un pueblo tan pequeño, que lo único que tenía era mucho campo para poder correr, jugaba al fútbol, pero llegó a Ágreda Enrique Pascual, que luego fue mi entrenador de toda la vida, y me dediqué solo a correr. A los 16 años, cuando Enrique se marchó a Soria, me dijo que me fuese con él a entrenar porque tenía posibilidades en el mundo del atletismo. Mis padres me animaron: “Si las cosas no salen bien y tienes que volver, siempre tendrás la puerta de casa abierta”. Esa frase me caló muy hondo. Lo llevé siempre conmigo: si mis padres me dan la oportunidad, no podría defraudarles. Yo sabía que un español había sido medalla, porque había visto a Abascal en Los Ángeles 84, y González era un grandísimo atleta. Sabía que estaba ese hito al alcance de un español, y cuando me fui a Soria ya sabía lo que quería: iba a luchar por la oportunidad que me había dado la vida. O sea, mi entrenador y mis padres. Y eso se acentuó más aún cuando un día, saliendo de clase del instituto, me entero de que Barcelona va a ser la sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Eso fue en el año 1986, y mi primer pensamiento entonces fue: “¡Hostias, yo quiero estar ahí!”. Tenía 17 años.

Eso está muy bien, soñar
lo que quieres hacer,hasta dónde
quieres llegar, es importantísimo.

C.P.: Y yo estaba un día terminando el entrenamiento, haciendo abdominales, y se acerca mi entrenadora y me dice: “Te van a hacer una prueba en el equipo nacional…”. Era el mismo año, 1986, a mis 11 años, estaba en el suelo y ella allí arriba diciéndomelo, y yo le dije: “Pero si voy a esa prueba, ¿puedo ir a los Juegos Olímpicos?”. Ella me contestó: “Por supuesto”. Me levanté corriendo: “Ahora mismo me voy”, le dije.

F.C. Tú eras una niña de verdad, yo ya fui con 23 años…

C.P.: Y yo, la más pequeña del equipo, 16 añitos recién cumplidos.

F.C.: Y desde que dije aquello de que iba a ir a los Juegos, según fueron pasando los años ya no me conformaba con estar.

C.P.: ¡Claro!

F.C.: Ya aspiras a estar y a hacer algo más, a luchar por lo mejor. En 1989, cuando se inauguró el Estadio de Montjuic, gané el campeonato de España con récord de los campeonatos. En el podio, recibiendo la medalla, estaba alegre por ser campeón de España, cómo no. Pero, sobre todo, pensaba en que quería volver a estar ahí, en lo más alto del cajón, tres años después. Y en 1991 volví a ser campeón de España en Montjuic. “Ya solo me queda un año para estar aquí otra vez”, pensaba. Y en el podio de los Juegos de 1992, mi cabeza, en lugar de estar viviendo el momento, daba vueltas a todo lo anterior: el instituto, la sede, el paso de los años, los campeonatos de España, mi lucha, mis sacrificios, mi ilusión, mi confianza y mi fe en convertir el sueño en realidad.

C.P.: Pero yo, a esa edad, no dependía de mí sola, de mi sacrificio. Dependía del de mi madre, que se pasaba cuatro horas al día en la carretera. No la dejaban pasar al gimnasio, y se quedaba pasando frío en un 127 en el que íbamos de Orihuela a Alicante [a 50 kilómetros] todos los días. Se tapaba allí y esperaba cinco, seis horas, las que fueran, hasta que yo salía.

F.C.: Eso es duro, ¡Jo, menudo esfuerzo!

Dependía del sacrificio
de mi madre, que se pasaba cuatro horas
al día en la carretera

C.P.: Eso me cargaba de responsabilidad. Sabiendo lo que pasaba mi madre, yo no podía perder el tiempo. Todos los días conmigo, y dejando a mis hermanas con mi abuelita…

F.C.: Pero es que alguien te tenía que llevar a entrenar…

C.P.: Sí. Mi madre quiso ser bailarina, y, claro, no lo logró porque era de un pueblo muy pequeño y muy pobrecita. Tanto que no pudo ni ir al cole. Así que yo quería ganar, porque mi sueño era el de mi madre también. Y no podía fallarle. Esa es la historia de mi madre y mía desde mis cinco hasta mis 11 años, cuando me fui a Madrid, en 1987…

F.C.: Y una vez en Madrid, ¿no te fue más duro entrenarte con Emilia Boneva, una mujer búlgara que venía de un régimen muy estricto y autoritario?

C.P.: Boneva es la persona más maravillosa que he podido encontrar. Una mujer durísima y ma-ra-vi-llo-sa. No solo resultaba duro por Boneva, sino por estar en Madrid, lejos de mi familia, dejar los estudios y casi no comer… Dedicación plena y llena. Y si yo lo había dejado todo en mi vida para dedicarme a la gimnasia, yo tenía que conseguir la medalla, costara lo que costase. Así que sabía que en los Juegos no me iba a salir nada mal, estaba segura.

F.C.: Eso está bien, eso está muy bien. Te da mucha más confianza.

No la dejaban pasar al gimnasio.
Se quedaba pasando frío en un 127 en el que viájabamos
50 kilómetros de Orihuela a Alicante todos los días.

C.P.: Luego, los Juegos fueron una nube, yo aún estoy en Barcelona, en aquella nube.

F.C.: Nube no ha sido. Yo llegué tres días antes de mi eliminatoria, el 2 de agosto, y el desfile de inauguración lo vi en mi casa, emocionado, pero nada más. Llegué a la villa olímpica y como era el último, me habían dejado la peor habitación del apartamento, la peor me dejaron…

C.P.: Pero era porque ya sabían que ibas a ganar, Fermín…

F.C.: Y no te lo pierdas, joder: dormía conmigo Tomás de Teresa [exatleta de 800 metros], y ocupábamos la habitación más oscura. Lo cual no era malo: así no tenía que bajar la persiana para dormir…

C.P.: Yo, la verdad, para dormir en las concentraciones no puedo tener ni un rayito de luz…

F.C.: Y debajo de mi ventana, en el patio, estaban todas las máquinas de aire acondicionado, que no paraban de hacer ruido toda la noche…

C.P.:¡Pobre Fermín!

F.C.: Pero no me puedo quejar, porque me dormía igualmente.