Jose López Ruiz

Aquél día cumplía mi primer mes después de mi 38 cumpleaños, que había celebrado el 24 de enero. Todavía con el “peso” de esos años (que ya me parecían demasiados), se unía a esa morriña la frustración que me embargaba ante las grandes dificultades que encontraba para dar salida a mi vocación de escritor. Obligado a comer todos los días, a pesar de resultar obvio que con la escritura solo me esperaría el morir de inanición, al menos soñaba con compatibilizar ese sueño –“liaison” imposible- con la pesadilla de un trabajo vacuo y absurdo como lo era el que llevaba a cabo, de 8 a 5, en un departamento de contabilidad (!) de una fábrica de un polígono industrial entre Madrid y Alcalá de Henares.
El traslado de las oficinas al citado desierto –desde las primeras en plena Castellana-provocó una nueva protesta muda por mi parte, de manera que, todos los días, soñaba con pisar, otra vez, el asfalto de la ciudad. Aquella tarde, cuando alrededor de las seis, el bus de la fábrica nos liberó en Atocha, mi malhumor habitual tras tantas horas atado a una oficina, fue desapareciendo al pasar ante las casetas de libros viejos de la Cuesta de Moyano, mejoró junto a la verja del Botánico y los jardines del Museo del Prado, y, en fin, ya me invadía cierta alegría a la vista del señor del tridente, aquél que decían que era un dios mitológico, pero al que la gente se refería como “el del tenedor”, con la consiguiente ofensa a su “divinidad” al rebajarlo a un simple pinche de cocina. Y fue al desembocar en la plaza del dios de los Mares -su verdadero nombre, Neptuno-, cuando, delante de la fachada del Palace (entonces ocupada por las oficinas de Iberia) pude advertir la presencia de un número exagerado de furgonetas policiales, con sus correspondientes dotaciones, y, aún me sorprendí más al ver nuevos efectivos de agentes al inicio de la Carrera de San Jerónimo (con un apelotonamiento como de “hora punta” de uniformes ante la entrada del Hotel Palace). Mirando sin saber qué pasaba, descubrí más agentes situados enfrente de la escalinata del Congreso, que parecía estar “defendido” por sus dos leones. Entonces lo recordé: aquel movimiento se debía a que era la jornada de investidura del nuevo presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo. Ya más tranquilo, inicié una marcha que no iba a poder proseguir.
Algo me atenazaba, me clavaba allí. Era uno más de los curiosos “aparcados” en el arranque de la calle del Prado (frontal a la fachada principal del Congreso de los Diputados). Y, como si fuera el rodaje de una película, todos pudimos ver ascender la Carrera, desde Neptuno, varias furgonetas de la Guardia Civil ocupadas totalmente por “números” que, apeándose rápidamente en los jardincillos donde está la modestísima estatua de Lope de Vega, se echaron al suelo en posición de combate (luego supe que eran más de doscientos), con sus armas apuntando directamente al Parlamento. Todos los allí presentes -hasta ese momento, simples mirones sin mejor cosa que hacer, como yo mismo-, nos quedamos boquiabiertos ante aquella acelerada dispersión y ubicación de los agentes de la Benemérita. Confusos, inquietos, sin saber nada de lo que ocurría, sin embargo muy pronto la exclamación de un hombre ya maduro puso en marcha la moviola de los recuerdos más negros. Solo dijo “¡Esto es un golpe de Estado!”. Y todas aquellas caras aún en babia, de pronto y sacudidas con aquél puñetazo verbal, cambiaron el pasmo reflejado hasta entonces al miedo indisimulable, y la audición de otros comentarios menos contundentes: “¡Esto no es posible!”.
Para mí tampoco era posible, pero resulta que sí que podía serlo y, en consecuencia, empecé a temblar, mientras me descubrí haciéndome preguntas que se amontonaban sin poder responderlas, mientras a mi alrededor contemplaba el pánico colectivo, ya obscenamente evidente. No se sabía todavía qué, pero sí que aquello no era nada bueno. Como una dosis de caballo de pesimismo, se sumaban al mío propio el de la gente que, minute a minute, se congregaba a un palmo de los golpistas, todavía tumbados, los fusiles dispuestos, en los jardincillos. Que si venían a “salvar” a los diputados, que si eran los golpistas, que si solo se trataba de defender el Congreso de los terroristas… Y, como colofón, palabras que nunca querría haber escuchado y que me trasladaba a un pasado, no por no vivido, menos espantoso. Porque, ahora, ya había voces que gritaban, precisamente, eso: “¡Esto es otra vez la guerra! ¡Hay que irse a casa, esto va a ser más gordo que lo del 36!”. Hasta ese momento, los comentarios aunque subían de tono, eran de preocupación por si todo se iba al garete. Pero no tardó en escucharse alguna “boutade” que se añadía al miedo, ya instalado entre todos. Alguien gritó desabridamente: “¡Ya era hora de que la gente honrada acabáramos con los rojos!”.
Poco a poco se fue imponiendo el miedo, sobre todo el físico, acatando al poderoso instinto de conservación. Yo también abandoné la zona –mitad voluntariamente, mitad por la “limpia” que los mismos policias hicieron entre los mirones-. Comprobé que, yo también, todos caminábamos deprisa y como buscando algo, o algún lugar, donde escondernos… El metro recibió verdaderas oleadas de gente descompuesta, incluso alguien lloraba o se mostraba compungido. Curiosamente, esa gente aplastada en el metro guardaba un silencio sepulcral, irreal, imposible en ese mismo medio de transporte cualquier otro día. Fue aquel un viaje en metro inacabable donde tuve tiempo –ya al final del trayecto- de escuchar, con la voz alterada, a los que, por su edad, habían vivido la Guerra o la posguerra. Y que, por su situación actual -sindicalistas, masas proletarias, estudiantes-, eran conscientes de que eran los que más iban a perder si ganaban los “malos”.
La llegada a mi casa fue terrorífica, pues la familia (mis padres, mi hermana) me esperaban acongojados ya que, luego lo supe, la radio y la tele, que transmitían en directo la investidura, habían interrumpido sus emisiones de forma brusca y muy preocupante ya que antes de cortarse la emisión, todos habían escuchado el sonido seco y desagradable de varios disparos. La situación hizo el milagro de que, vecinos y familiares antes desconectados, nos juntáramos ante lo que era un peligro común y gravísimo. Empezaba, además, lo que luego se conocería como “la noche de los transistores”. El miedo era el mismo -¿o no?- entre los mayores y los más jóvenes: los primeros recordando lo del 36, y los otros no creyéndose que la aún joven democracia, de la que llevábamos “disfrutando” apenas un lustro, fuera a saltar por los aires y empujarnos hacia el túnel del tiempo en dirección a un ayer hosco y feo.
La noche fue eterna. Fue la noche más insomne de la España moderna. Y la noche en la que el humilde transistor fue el cordón umbilical entre la gente y la libertad. Los grandes medios, la televisión por ejemplo, emitía alguna película absurda y, en los “descansos”, ocupaba el altavoz una estridente música militar (en realidad, música fascista, terrorífica para los que habíamos crecido en “sus años” de las hambres: la de los estómagos y la de la libertad). Luego saldría por el televisor un joven Iñaki Gabilondo anunciando un mensaje del rey, y la emisión de dicho mensaje real que, si por una parte, nos tranquilizaba enormemente, por otra podía ser el inicio, ¡aún peor!, de una guerra civil si Milán del Bosch, alzado en Valencia, decidía venir a Madrid o, al contrario, Madrid enviaba tropas para apagar aquél incendio levantino.
No hubo tal, y al alba del día 24, todo había acabado. ¿Todo? Mi viaje de aquél día al trabajo fue aparentemente como siempre, pero, al mismo tiempo, los treinta kilómetros por la Nacional II, absolutamente de pesadilla con la radio explotando de noticias y las discusiones avivadas y descontroladas (evidenciando, además, la catadura ideológica de cada uno). Todo ello aumentado desmesuradamente una vez arribados a la fábrica donde la conmoción era terrible, y tras las discusiones más o menos tensas y el conocimiento de qué hizo cada uno aquella madrugada trágica, algo inevitable nos invadió a todos. Y es que la tensión y el miedo –aún latentes, ¡y de qué forma!- forzó el que todos nos desnudáramos y apareciéramos tal cual éramos sin los ropajes de los convencionalismos, de manera que los de izquierdas (los “rojos”) aplaudíamos la intervención de un rey por primera vez en nuestras vidas de republicanos; y, a la contra, los de derechas, lanzaron sus improperios más deleznables sobre la misma figura real. La venda cayó aquél día y, aunque todos sabíamos de qué pie cojeábamos, a partir del 24 de febrero de 1981, cada cuál llevaría colgada, indeleble, su “tajerta identitaria” ideológica.
Si no cerrarse, sí se aparcaron hasta mejor momento esas trincheras en carne viva, tras cerrarse el “incidente” con el éxito inesperado, pero al final masivo y sin vuelta atrás, de la gran manifestación del día 27. Por lo menos, aquel día estábamos todos allí: rojos y azules, franquistas -como Fraga- y comunistas -como Carrillo-. Y ministros del nuevo gobierno, líderes de la oposición, dirigentes de los sindicatos. Y, sobre todo, miles y miles de seres anónimos –yo sumaba modestamente el número de manifestantes- que, por encima de sus diferencias, querían demostrar a los nefastos herederos del franquismo que la dictadura se había acabado, y que nunca regresaría. Aquél viernes de enero se cerraba una semana que había comenzado el lunes 23 y que nos marcaría para siempre. (Y, amigo y compañero inseparable desde aquella primera noche, las ediciones de El País, todas gratificantes y analgésicas para espíritus enfermos. Todavía amarillean, pero existen en mi hemeroteca, aquellos números inolvidables.)
En mi caso, y creo que en otros muchos, aquella sacudida supuso un revulsivo para no fiarse -y confiar poco- en una democracia frágil acosada por los herederos del franquismo, aún fuertes, y, por el contrario, apostar por la participación, la ayuda, el empuje para que la libertad avanzara y no se detuviera, y consiguiéramos alcanzar, ¡por fin!, a una Europa que, en aquellos momentos, era la meta soñada, el “país imaginado” del socialismo democrático, de la “no” censura, de las sociedades en marcha que habían logrado el magnífico equilibrio de un reparto justo y equitativo de la riqueza -al menos se intentaba que así fuera-, compatible con el ejercicio cotidiano de la libertad en su más amplio espectro.