Irene Liñán

Recuerdo que mi primer curso de universidad estaba por terminar. El 15 de mayo casi ningún periódico nacional le dio la cobertura que la sentada merecía. Eso fue una semana después, pero algunos de mis amigos fueron al día siguiente a clase después de haber dormido al raso en Sol. Me contaron que pasaron toda la noche gritando y que algunos agentes de policía intentaron sacarles de Sol por la fuerza, pero viendo que la cantidad de personal aumentaba, lo dejaron estar.
Cuando pasaron un par de días, Sol se convirtió en una auténtica plaza de protesta. Me puse de acuerdo con mi madre para pasar un día entero allí. Ella no fue a trabajar y yo me salté la universidad. Algo nos decía que lo que se cocía allí era gordo y que quedaría en la memoria de España mucho tiempo. Mi madre me decía que, salvando las distancias, aquéllo le recordaba mucho al mayo de 1968 en Francia: gente muy joven cansada de obedecer órdenes y leyes que pisotean su futuro.
Cuando volví al día siguiente a clase, comenté la jugada con mis compañeros: casi todos habían pasado ya por allí. A todos (de izquierdas o de derechas) nos ilusionaba lo que vivíamos como estudiantes y como aspirantes a periodistas. No lo tomábamos como una guerra entre ideologías distintas, sino un movimiento en el que, de puro hartazgo, todos terminan poniéndose de acuerdo en que algo va muy mal. Y hay que solucionarlo.
Hubo asignaturas en las que los profesores censuraron el tema. No dejaban debatir. Aunque poco nos importó, claro. Éramos treinta personas por aula contra un solo profesor. Terminábamos por organizar conversaciones en clase entre nosotros ignorando si el docente seguía o no seguía allí.