Irene Liñán Fernández

Esa fecha coincide con muchas cosas: el día anterior fue el cumpleaños de mi abuela. La cifra de mi edad era la misma y me quedaban dos meses para cumplir los 12 años. Ese día había una entrega de premios a los ganadores de un concurso literario del sexto curso de Primaria, curso en el que yo estudiaba. Amaneció gris, como si el cielo supiera lo que iba a pasar.

Me levanté bastante revuelta del estómago. Tanto que no pude terminar de desayunar ni ir al colegio. Mi madre padecía una enfermedad en aquel entonces y no podía conducir. Así que llamó a mi abuela y las tres nos fuimos en taxi hacia el médico de turno. El taxista llevaba puesta la radio y, entre cabezada y cabezada que yo echaba sobre el hombro de mi abuela, escuchamos la noticia: había explotado una bomba en un tren en Atocha. El taxista frenó en seco al lado de la acera.

Recuerdo la mirada húmeda de mi madre mientras susurraba: “José iba en ese tren, José iba en ese tren”. Su compañero de trabajo y mejor amigo cogía ese mismo tren desde Torrejón de Ardoz hasta su lugar de trabajo. Alarmada, mi madre hizo una, dos, cinco, siete llamadas perdidas a su móvil sin obtener respuesta. A la octava, su compañero contestó: estaba vivo. Estaba bien. Gracias a que había perdido el tren. El mismo tren que explotaba minutos después en la estación.

Cuando pudo hablar, el taxista nos pidió que bajásemos del coche: sabía que sus dos hijos iban en un tren con la misma trayectoria y tampoco conseguía localizarlos. Quería volar hacia Atocha, entrar en el andén si era necesario, para asegurarse de que ellos no estaban allí.

Así que seguimos el trayecto a pie, para que se nos pasase el susto. Pero cuando entramos en la sala de espera de la consulta, el drama volvió a abrirse paso: dos enfermeras llevaban casi a rastras a una compañera a un despacho vacío. La chica iba llorando, casi fuera de sí. Recuerdo que faltaban manos para tranquilizarla. Cuando conseguimos pasar la consulta, mi madre preguntó al médico qué le había ocurrido a la enfermera. “Se casaba la semana que viene. Acaba de llamarla la madre de su prometido: que por lo visto, ha muerto en esto que ha pasado con el tren en Atocha”.

Y por la tarde, una amiga del colegio me llamó para ver qué tal me encontraba después de no haber ido a clase ese día. Una de nuestras profesoras, que vivía en Coslada, estaba en el hospital. Nadie sabía nada más. Imagino que los profesores no quisieron crear más alarma de la que ya había. La entrega de premios, evidentemente, se había cancelado.