El futuro sin carbono

FUTURO-01
Bernardo Pérez

La variable determinante del futuro de la industria energética del mundo desarrollado será la reducción de las emisiones de CO2. De acuerdo con los compromisos adquiridos en la Cumbre de París, en el año 2050 el conjunto de los países que formamos la Unión Europea deberemos haber reducido nuestras emisiones entre un 80% y un 95%. La generación de energía eléctrica y el transporte por carretera representan el 55% del total de nuestras emisiones. La conclusión es que tenemos algo más de treinta años para descarbonizar la producción de electricidad y electrificar el transporte.

En un mundo de petróleo barato un cambio de semejante magnitud deberá ser inducido a través de una estructura fiscal y de una transformación radical del actual mercado de derechos de emisión que modifique los comportamientos de consumidores y empresas. La irrupción del denostado fracking posibilita la existencia de una elasticidad en el precio de la oferta de crudo a corto plazo en cuanto se alcance un precio de equilibrio que los expertos sitúan en el entorno de los 60 dólares/barril. Los grandes países productores, propietarios de inmensas reservas, tenderán a incrementar la producción si constatan que la reducción de consumo es imparable. Su opción será vender barato o que su fuente de riqueza permanezca bajo tierra. A lo largo de los años podrán gestionar el proceso de forma gradual o sincopada, con alzas y bajas, pero la tendencia previsible a largo plazo es una reducción de precio en términos reales.

Una generación eléctrica sin emisiones requiere recurrir de forma masiva a la energía eólica y a la fotovoltaica, intermitentes en su funcionamiento y necesitadas por tanto de una generación de apoyo para cuando no haya sol o viento, que hoy en día son los ciclos combinados de gas. En el futuro, avances tecnológicos en el almacenamiento de energía eléctrica pueden ser determinantes para la consecución efectiva de una generación eléctrica sin carbono. La otra opción es multiplicar la capacidad de conexión internacional, de forma que la importación de energía suponga el apoyo requerido.

En el proceso de transición hacia ese escenario, el carbón, tanto nacional como de importación, debería ser la primera fuente de energía en desaparecer. La energía nuclear cuenta con la ventaja de no generar emisiones. En 2015 se estima que nuestras centrales nucleares, que suponen un 7% de la capacidad de generación instalada, produjeron un 20% de la electricidad consumida. Su sustitución en la próxima década, al cumplir los 40 años de vida útil, por capacidad de generación renovable parece ineficiente en términos económicos y también en términos de emisiones. Una sustitución eficiente de la energía nuclear requiere el despliegue de capacidad de almacenamiento masivo de energía eléctrica. Su disponibilidad es hoy una incógnita tecnológica. La generación distribuida, el autoconsumo y la gestión de la demanda a partir de contadores que permitan la discriminación horaria y de flujo serán realidades que las empresas eléctricas tendrán que interiorizar e integrar en su oferta comercial.

La transición hacia la electrificación del transporte tendrá en el gas un protagonista creciente. El transporte pesado, incluido el marítimo, es más fácil de gasificar que de electrificar. Respecto a los coches eléctricos o híbridos, su velocidad de introducción en el mercado dependerá de la estructura fiscal que se adopte en los impuestos de matriculación y de productos petrolíferos. Sin una política decidida, la eficiencia de los motores de inyección directa de gasolina debería imponerse en el mercado.

A este escenario nuestras empresas energéticas deberán adaptarse. Tienen 30 años largos para hacerlo. Pero no es posible olvidar que la reducción de emisiones prevista es hoy una decisión necesaria, pero carente de implementación política, en Europa y en España. El nuevo Gobierno debería ser capaz de concitar los consensos necesarios para dar certidumbre a nuestras empresas y, en general, a cualquier inversor, sobre los pasos a dar en la transformación profunda de una economía cuyo consumo de energía primaria procede en más de un 70% de los combustibles fósiles.

Por Nemesio Fernández-Cuesta, técnico comercial y economista del Estado. Fue secretario de Estado de Energía (1996-1998).