Andrés Fortuño

Aquí les comparto algo que escribí recientemente. Comienza con nuestra historia como azafatos del pabellón de Puerto Rico. Desde nuestra selección hasta los 6 fabulosos meses en la Expo 92 en Sevilla.

LO MEJOR DEL MUNDO

Todavía recuerdo el día en que me llegó la carta. Yo vivía en un apartamento en el Viejo San Juan el cual estaba organizando pues andaba en planes de mudanza. También recuerdo que era viernes y cerca del medio día cuando escuché el típico cascabeleo que hacían las llaves del cartero cada vez que llegaba. Salí corriendo al pasillo pues presentía que por fin había llegado una respuesta.

Sinceramente no sabía qué esperar, ya que más de mil quinientos jóvenes habían solicitado y solo escogerían cincuenta para trabajar en el Pabellón de Puerto Rico. Hay que entender que viviendo en una isla tan pequeña, en el medio del Caribe, el solo pensar en trabajar representando a la patria en su primera participación en una Exposición Universal de tal envergadura, vamos, que para nosotros tenía todo el encanto de un cuento de hadas.

Los requisitos para entrar al programa de trabajo llamado Ventana al Mundo eran los siguientes: Haber estudiado o estar estudiando en una universidad en Puerto Rico, hablar fluido el español, el inglés y un tercer idioma, estar entre las edades de 19 a 29 años y pasar con éxito tres entrevistas. Desde el día en que llené la solicitud hasta la llegada de esa carta, pasaron más de cinco meses.

Pero bueno, por fin me habían enviado una respuesta. Abrí aquella carta con la misma formalidad y emoción que se abren los sobres para los premios Oscars, comencé a leer en voz alta. “Queremos felicitarlo pues usted ha sido seleccionado para participar…”. Juro haber escuchado el publico aplaudiendo y hasta pidiendo mi pequeño discurso de aceptación.

Corrí al teléfono, llamé a mis padres y a todos los que de alguna forma u otra habían tenido que soportar mi desespero en los meses anteriores. Yo había comenzado a dar las gracias, pero los fantásticos eventos que iba a presenciar aún estaban por rodarse. Quizás es el poder de la intensión.

Pasamos 3 meses de preparación, acuartelados en la Universidad de Puerto Rico. Hasta que finalmente llego el día para irnos a España. Nos reunimos todos en el aeropuerto, sacamos nuestra bandera mono estrellada y cantamos el himno nacional como quinientas veces. Iberia, mucho vino tinto y a tratar de dormir durante la travesía.

Llegada a España

Esa mañana llegamos a Madrid, cansados luego del largo viaje. Teníamos unas horas libres antes de tomar el vuelo para Sevilla, así que entramos al aeropuerto para comer algo antes de partir. Unos años atrás yo había estado en el aeropuerto de Barajas con mi familia, por lo que me traía muy buenos recuerdos. Pero cuando entramos al lugar aquello parecía un campo de batalla.

Hacía unos días que los trabajadores del servicio de basuras de Madrid estaban en huelga. Así que todo el aeropuerto, desde el suelo y los latones de basura, hasta las mesas, todo estaba lleno de papeles, vasos, desperdicios y cubiertos. Un lugar muy diferente al que yo recordaba. Daba la impresión de que allí había estallado una bomba y la basura había volado hacia todas las esquinas.

Nuestro vuelo a Sevilla no tardaría, así que luego de un café y un delicioso bocadillo, partimos con la misma ilusión con la que llegamos, eso si, esperando otro tipo de bienvenida en la próxima parada. Pero es que no era para menos, España entera estaba revuelta; la Expo en Sevilla, las olimpiadas en Barcelona y Madrid había sido designada ciudad cultural europea, y todo ese mismo año.

Una vez en el aeropuerto de Sevilla, nos montaron en un autobús para llevarnos a las casas donde nos hospedaríamos. Un reparto cerca del centro, al lado de un pueblito llamado Tomares. Recuerdo que ya era de tarde, hacía bastante frío y en el camino nos pusimos todos a cantar. Todo iba viento en popa hasta que escuchamos aquel “hostias” que se sacó el chofer, seguido de un fuerte sonido de un cristal roto. Estábamos siendo atacados.

Desde un puente peatonal, habían colgado una soga con una enorme roca atada en la punta. Justo antes de que pasara nuestro autobús la dejaron caer. La roca impactó el cristal de al frente y los vidrios saltaron, cortando a algunos de los funcionarios que iban en los asientos de al frente. La emoción seguía creciendo.

Luego nos enteramos de que había grupos posiblemente políticos, que se oponían al magno evento. Pero para ser sincero, para nosotros todo esto le añadía más morbo y emoción a nuestro viaje.

Finalmente nos instalamos en Sevilla un mes antes de que abriera la Expo, así que tuvimos tiempo para ajustarnos, sacar los permisos de trabajo, ordenar otros documentos y claro, ubicar el hipermercado más cercano para hacer nuestras compras. Una vez la Expo abrió sus puertas, estábamos más que listos para “meterle caña” al evento.

En la Expo

Cómo comenzar a hacer los cuentos. Ya llevábamos un mes instalados en aquella magnífica ciudad y por los próximos 6 meses seríamos testigos de uno de los mayores eventos del siglo XX, la Exposición Universal del 92 en Sevilla.

España estaba abarrotada de visitantes, ese año era el centro del mundo. Desde altos funcionarios, presidentes, cantantes y autores, hasta lo último en adelantos tecnológicos, obras de arte, piezas de teatro y ópera. Todo y todos estaban allí y a nuestra disposición.

Eso si, primero tendríamos que hacer nuestros turnos diarios de trabajo y atender al público que llegaría a visitar nuestro pabellón. Todos estábamos claros de que nuestra misión principal era promover nuestra patria ante el mundo. Trabajo que hicimos con muchísimo gusto y orgullo. Ahora, en nuestro tiempo libre, sabíamos que el mundo sería nuestro.

De más está decir que el espacio para la Expo en la isla de la Cartuja era verdaderamente impresionante, hasta los puentes para entrar al lugar eran arquitectónicamente increíbles. Las calles impecables, sistemas de agua para refrescar la temperatura, restaurantes, pabellones de todas formas y colores, fiestas, cabalgatas, música. Un festín en todos los aspectos, todos los días.

Gracias a la música que presentábamos todas las noches, nuestro pabellón se convirtió en uno de los más populares. Creo hasta lo apodaron con el nombre de “el pabellón de la salsa”. Conocidos grupos de música viajaban desde Puerto Rico semana tras semana para presentarse en la tarima. También contábamos con un cine y una enorme pantalla semi-esférica donde se presentaba una película con bellas escenas de nuestro país. Además, el pabellón ofrecía otras exhibiciones que recibían cientos de visitantes diariamente.

Fue uno de esos días en que nos visitó la famosa duquesa de Alba, Doña Cayetana. Recuerdo que uno de nuestros compañeros al verla entrar, nos llamó desde la mesa de recepción advirtiéndonos que había entrado una señora sospechosa, algo desaliñada, que por favor le “echáramos el ojo”.

La duquesa andaba con el cabello despeinado, unas enormes gafas de sol y un vestido para nosotros algo extraño, posiblemente un exótico modelo de alta costura. Pero como se había regado la voz por toda la Expo sobre posibles atentados terroristas, la fabulosa y mal endilgada señora calló bajo nuestro escrutinio. Igual la vimos entrar y pasearse por las exhibiciones, luego desapareció entre la muchedumbre.

Aparte de ver celebridades por la calle todos los días, fuimos a conciertos de Elton John, María Bethania, Luis Miguel, Andrew Lloyd Webber y Sarah Brightman, Celia Cruz, Plácido Domingo y Monserrat Caballé entre otros. También nos visitaron en el Pabellón los reyes de España y muchísimas otras figuras de importancia mundial.

Recuerdo el día en que estreché la mano de Gabriel García Márquez en el pabellón de Colombia. Uno de los ujieres de ese pabellón andaba de novio con una puertorriqueña, guapísima y muy amiga mía. Así que nos consiguió entradas para una pequeña recepción que le tenían al famoso escritor. Ese día todo el mundo había llevado algún libro de su autoría para ser autografiado. Yo no cargaba con ninguno.

Igual hice la cola y esperé mi turno. Una vez llegué a la mesa donde el Gabo estaba sentado, admito que me puse algo nervioso. No solo era uno de mis escritores favoritos, pero yo no tenía un libro para darle a firmar. Recuerdo que él me miró y extendió la mano de forma rutinaria para que le pasara el libro que yo quería firmara. Yo extendí mi mano y le dije: “no, no traigo un libro conmigo, solo quería conocerle, pero puede firmar la palma de mi mano”. El sonrió, escribió su firma con tinta y me dio un apretón de manos.

Cuanto quisiera decirles que ese día sentí un “corrientazo” con el que me pasó algo de su genial escritura. Pero no, ese día fue como cualquier otro en la Expo, uno donde todos los héroes, príncipes y vagabundos se paseaban por tu lado sin llevar sus méritos o desdichas colgadas en la solapa. En esos días todos andábamos como niños, simplemente celebrando la humanidad.

También recuerdo el día en que anunciaron la llegada de Fidel Castro a la Expo y las protestas clandestinas. Las violentas noticias en la tele sobre la independencia de Bosnia. El ícono que desapareció del pabellón de Rusia y que aún al día de hoy, creemos durmió en nuestra casa una noche sin habernos enterado. La feria de abril, la maravillosa Semana Santa, los gitanos que conocimos en nuestro camino y con quienes llegamos a escuchar canto hondo en Granada. También los largos viajes en tren a otras ciudades.

Como olvidar las vistas desde la giralda, las exhibiciones con obras de Frida Kahlo o Picasso, las del Vaticano con Caravaggio, Da Vinci y Botticelli. Llegar a una ópera y ver todo el teatro levantarse del asiento en lo que la reina de Holanda o los entonces príncipes de Gales Diana y Carlos se sentaban. Sinceramente fueron momentos irrepetibles. Yo creo que todos tuvimos la misma extraña sensación de vacío el día en que cerró la Expo.

Regresé a Sevilla diez años más tarde con uno de mis mejores amigos. Para mi fue como visitar los restos del Titanic. Pasear en esta ocasión por las calles vacías. Muchos de los edificios ya no estaban. Malas hierbas saliendo entre las grietas, otros edificios ya abandonados. En un momento cerré los ojos y le dije a mi amigo: “De verdad, no te imaginas lo que fue esto. Te aseguro que por seis meses este fue el centro del universo”. Luego cruzamos uno de los puentes y caminamos hasta el barrio Santa Cruz, y con una Cruz Campo bien fría en mano le comencé a contar.

¡Siempre te querremos, Sevilla!