Santos Juliá

Historiador y sociólogo

Adolfo Suárez, reformas a ritmo de vértigo

El primer presidente de la democracia llegó a lo más alto sin estar rodeado de un séquito a quien dar explicaciones. Una libertad clave para el vertiginoso ritmo de reformas que emprendió, incluida la legalización del PCE.


“Había que liquidar el postfranquismo, cambiar la cosa, a ver si me entiendes. Y entonces han puesto a un falangista…”, escribió muy en su estilo Francisco Umbral en EL PAÍS al comentar el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. También en este diario Ricardo de la Cierva, parodiando a Ortega, entonó su famoso “Qué error, qué inmenso error”. Un error que este periódico atribuyó a una gran conspiración en la que habrían participado los tecnócratas, la banca, las empresas eléctricas, los monopolios estatales y las asociaciones del Movimiento. Demasiado para un observador inteligente de la escena española, Wells Stabler, embajador de Estados Unidos, que en su primer informe sobre el nuevo premier lo presentaba como alone at the top.

adolfo suárez sciammarella

Solo en lo alto, sí, y esta circunstancia, llegar arriba sin haber sido nunca una personalidad rodeada de séquito, fue clave para la libertad de movimientos de que pronto hizo gala. Había iniciado su vida pública en Acción Católica, pero no tuvo problema en combinar esa militancia con su incorporación a Falange. Se forjó, pues, como falangista católico, sin contacto con los mal avenidos demócrata cristianos, pero sí con miembros del Opus Dei. No por casualidad, su primer patrón y valedor, Fernando Herrero Tejedor, era socio de la Obra y llegó a ministro-secretario general del Movimiento, rara combinación de la que el joven Suárez aprendió una lección inolvidable: lo importante en aquel régimen ya en avanzada descomposición no era tanto la ideología como las redes de amistades en las que entrabas.

La muerte en accidente de Herrero pudo haber acabado con su carrera si no hubiera sido porque, desde la dirección de RTVE, Suárez se había ocupado de cuidar con esmero la imagen pública y la presencia en pantalla del príncipe Juan Carlos, heredero de la jefatura del Estado y, por eso mismo, objeto de todo tipo de desdenes y de intrigas propias de la cloaca madrileña. Fue don Juan Carlos, ya rey, quien lo impuso como secretario general del Movimiento en su primer gobierno. Y fue él quien aleccionó a Torcuato Fernández Miranda para que el Consejo del Reino lo incluyera en la terna de la que habría de salir como su presidente.

Cuando llegó a lo alto, sostenido desde arriba pero sin suelo firme por abajo, su tarea consistía en impulsar la reforma del régimen que las divisiones y torpezas de Arias/Fraga habían bloqueado y que amenazaban con arruinar a la Monarquía. Para cumplir el mandato, nada más apropiado que aquella versatilidad ideológica que de católico y falangista le permitió identificarse como demócrata, como él mismo se definió en la alocución televisada del 3 de mayo de 1977, al presentarse como candidato a diputado y explicar, de paso, las razones que le habían movido a legalizar al Partido Comunista: “Soy demócrata, sinceramente demócrata”, alguien dispuesto a “ofrecer la posibilidad de un lugar bajo el sol a todas las opciones y respetar e incorporar las opiniones contrarias”. En eso consistía para él ser demócrata, en “no cerrar los ojos a lo que existe”.

Él los tenía desde joven bien abiertos y así avanzó en el camino de la reforma a la par que sorteaba sus obstáculos: amnistía de presos políticos, extinción de las Cortes, supresión del Tribunal y Juzgados de Orden Público, derecho de asociación sindical, libertad de expresión, de reunión y de asociación política, supresión del Movimiento. Esa fue su obra. Todo por decreto-ley, hasta llegar a la convocatoria de elecciones generales tras la arriesgada legalización del Partido Comunista que, en mayo de 1977, le permitía afirmar: “Señoras y señores, sí, soy demócrata”.

Se forjó como falangista católico,
sin contacto con los mal avenidos
demócrata cristianos, pero sí con
miembros del Opus Dei

¿O era solo un “repentino converso a la democracia”, carente de “autoridad para implantarla”, como con su inveterado desprecio hacia Suárez afirmó José Luis L. Aranguren también desde EL PAÍS? Tal vez, pero si no hubiera sido por la mezcla de astucia, osadía y realismo con que actuó durante aquellos meses decisivos, el Partido Comunista habría seguido en la clandestinidad, el Ejército mantendría su derecho de veto y de las elecciones de junio de 1977 no habrían salido unas Cortes Constituyentes. El punto en que el proyecto de reforma del régimen se truncó y dio paso a otra cosa fue la legalización de los comunistas. Y esa decisión, por el momento en que la tomó y las resistencias que derribó, hizo de Adolfo Suárez, sinceramente, un demócrata.